Poemas de Rigoberto Rodríguez Entenza

Biografía

[.]

De las sábanas blancas
vas a un mundo que ves arder.
Todos los días a las seis, cuando despiertas
un animal se sienta en la orilla de tu café.
Como el gorrión en tu alero
se posa, cree que se posa
sobre la rama de tu primavera
para imaginar que todavía resiste
para imaginar que todavía baila
para creer que imagina que todavía baila.
El sonido restablece su dominio.
Con la paciencia de los gladiolos
la obsesiva memoria del rostro
traza las parábolas precisas.
De las sábanas blancas vas al alba
al organizado mundo de la flor
en el jardín de las abuelas.
Porque lo sabes vas
para salvar el pequeño acordeón
las miserias, los barcos
de silencio, abandonados
en el epílogo de la mercadería.
Con el agua, al fragor de las batallas
tu cuerpo discurre.
El día es absoluto e inocente
también lo sabes.
Sorbes el café, hecho al gusto de tu anhelo.
Hacia la página vas, cierras las puertas.
Los mayores, lo sabes
también lo sabes, miran desde arriba
mientras intentas tu muerte de gabinete.
Todo ha ocurrido en la ciudad del punto
cerrado en sí, arropado por sus países
circulares, su elemental noción
de la casa, los amigos, la patria.
No, le dices al olvido
no, a las fronteras de tu sueño.
No y no.
Sigues a través de ese laberinto blanco
desplazas tus manos, tu vida, desplazas
algún silogismo que crees hermoso.
Lo sabes, el mundo recibe
a un pequeño Dios
hecho de cualquier material leve
apenas perceptible.
Lo sabes, el mundo te lo permite.
Has mirado el paisaje
en el fondo de tu anhelo.

Cruce

Sobre la hierba, soy
un hombre sobre la hierba.
Sobre mi cuerpo pesan siete horas
siete siglos de arena, siete palabras
que pronto empezarán a lavarse
en el primer trozo de la jornada, el cruce.
Bien lo sé, el cuerpo
se resiste a la claridad real
prefiere esos paseos al interior del barro.
En el escape, siempre pienso en el escape.
Vivo en el umbral de su puerta
y no juego
no vayan a creer en el hombre
ni en ese color triste
ni en esa aspereza que improvisa
mientras dibuja un cuerpo sobre la hierba.
Bastante tuvimos
con imaginarnos la igualdad.
Se está posando la palabra sobre el asfalto
se está abriendo el meollo de mis creencias
y si se muestra todo, si todo llega
a abrirse sobre la mesa
como el pan de las siete de la mañana
se va a poner esto malo.
De los sillones al café
entro y salgo
y la hierba me agita los infiernos
y la boca puede abalanzarse, cuidado.
Del balcón a los ojos
de mi última puerta, desde
cualquier sitio al balcón
desde donde pueda ver
los últimos incidentes
de los gorriones en el alero.
Pican en mi memoria
y se llevan granitos de luz
resquicios de otros tiempos
partidas y regresos
en los que no pueden intervenir
las noticias, los eslóganes
los señores, el billete ni la tos
que ayer tronaba en el pecho de esa mujer.
Soy el animal que antes no era
la bestia dialéctica
el mequetrefe, el que no puede
ponerse de pie
ni saltar de la hierba al futuro
como saltan los otros, sin más ni más.
Soy la piedra sobre la hierba
atrapado en el río inmóvil.
La cáscara del cuerpo resiste.
Las palabras reiteradas
sus vértigos, trotan sobre los caminos
en los que una vez gritamos.
Desgarrados, puestos bajo el sol atroz
que mi cuerpo no bendice.
Desde allí, a través de la pequeña gota
puedo ver el mundo encima de mi cabeza
y pienso
y lo rehago para otros.
Quien entre podrá tocar muchos cuerpos
oler remotas plegarias
cantadas en el vuelo frondoso
del mejor amigo.
Con el aire que sueño
podrá llenar su aliento, vociferar
palabras que a medias pronunciamos
y solo pretenden llegar a un hueco servido.
Cualquier virtud o tristeza escapará
desde la entraña de la piedra donde vivo.
Seré yo quien pueda llevar sus cálices
a las bocas de quien ame.
Este es un laberinto, su bosque florecido.
Acércate y pon tus manos
sobre el cuerpo para que escuches
el secreto de todos los hombres
sus amasijos y caminos.
Porque he develado su alma
no puedo estirar la mano
ni ponerla en el meollo de otro ser.
De tal manera se ofrece el destino.
Cada quien ha de invocar
el mérito de sus ojos
para atravesar el cuerpo transparente
de todas las piedras e ir
juntando cenizas para reavivar el fuego
cada vez que llegue otro día de invierno.

[…] A doña Carmen

Ante la vitrina, sentado
como una abuela muerta
me pongo a mirar el borde de la taza
a sorber el café, humo redondo
en los ojos que se va a tragar la tierra.
Abro la ventana y entra el golpe
del jardín, la voz del arroyo
el espejo de la piedra, la canción
que viene desde la casa de los pájaros.
Con una escoba de yarey
entre saltos de olvido
fumo y deambulo por las habitaciones
cercado por paredes de madera
por ases diagonales, sesgos amarillos
alucinaciones encarnadas en los retratos
en las miradas fijas, en las ruinas.
Una y otra vez
miro por las ventanas para escuchar
por fin el crujido de la memoria
la densidad de las palabras
que me acosan con el peso real
la anulación de aquel destino
polvo, tablas que veo caer desde el humo
como una casa derribada
por la animosidad del tiempo.

Rigoberto Rodríguez Entenza [Sancti Spíritus, Cuba, 1963]. Poeta, narrador, dramaturgo y crítico.

Fuente: Movimiento Poetas del Mundo

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