La medicina del Che sigue curando en Bolivia

Este 14 de junio el hubiera cumplido 87 años, pues para el doctor Ernesto Gue­vara en su nuevo cumpleaños que sepa que crece y da frutos la avalancha de médicos bolivianos graduados en Cuba

(Por José Antonio Fulgueiras / Granma)

Bolivia.—El Che hubiera cumplido 87 años este 14 de junio. Una bala homicida lo dejó tendido dentro de la escuelita de La Higuera. Solo horas antes del asesinato impúdico, a la 1 y 10 del mediodía del 9 de octubre de 1967, el soldado Carlos Guzmán penetró al aula y al salir, con los ojos humedecidos, contó esta anécdota:

“Logré conversar con él, pero al notar que me faltaban dos dientes el doctor Guevara me dijo: ‘Es necesario cuidar la dentadura para con­servar la salud. Qué lamentable que no nos conociéramos antes. Yo te los hubiera puesto nuevos’”.

Entonces, pues, para el doctor Ernesto Gue­vara en su nuevo cumpleaños son estas breves estampas de tres doctoras emergidas de una avalancha de 5 000 médicos bolivianos graduados en Cuba. Para el Che siempre mé­dico, al decir de Fidel, o simplemente para el Fernando Sa­camuelas de los campesinos de Bo­livia, son estas crónicas.

DOMINGA LA LAJERA

A Laja la titulan la cuna de La Paz. Cus­todiado por indios aymara, el poblado exhibe entre sus principales atavíos históricos, la antigua iglesia renacentista, fundada en la plaza principal, y el actual consultorio médico, de­fen­dido a prueba de humanismo y profesionalidad por la doctora Dominga Jagüira, oriunda de esta comunidad.

“Llevo un solo apellido, pues no tuve la di­cha de gozar del cariño de mi papá, quien fa­lleció antes de que yo naciera. Tuve una infancia bastante difícil. Mi sueño era estudiar, pero nunca pensé ser médica”.

Foto: José Antonio Fulgueiras

Dominga me enseña sus rasgos indígenas en un rostro hermoso. Parece y es una persona muy humilde y sencilla. Viene de la pobreza, pero carga una riqueza espiritual que la ha elevado en la vida y en el pensamiento:

“Con mucho tesón he logrado el bachillerato y como primera alumna del curso me han be­cado para estudiar auxiliar de enfermería. Como enfermera he trabajado en este municipio un año y medio.

“En una reunión de la comunidad me ‘he en­terado’ de que había becas para estudiar medicina en Cuba y opté por ella. Eran 80 op­tantes para seleccionar a diez estudiantes. Gra­cias a Dios aprobé el examen y a la semana posterior ya estaba volando para Cuba”.

Tras el arribo, fue enviada a la Isla de la Ju­ventud.

“Estudiar en Cuba ha sido un sueño que ha llegado a mi mano. ‘Me voy a Cuba’, me dije. No me importaba de dónde iba a sacar dinero, pero gracias al papá Fidel yo lo ‘he tenido’ todo allá. Nos han dado alojamiento, material de es­tudios, todo.

“Aquí trabajaba y estudiaba a la vez. Nunca había tenido apoyo económico de mi mamá que padece de discapacidad mental leve. Ella tiene, además, tres hijos menores, medios hermanos míos, que están también bajo mi responsabilidad. Por eso yo llevo a Cuba en mi corazón, y doy gracias a Fidel y a Evo por darme esa opción profesional”.

La doctora Dominga se me pierde de vista por un instante y luego la descubro consultando a una pa­ciente en el dialecto aymara. Lue­go le echa mano al esfigmomanómetro, le entalla el brazalete en el brazo de la paciente y lo comienza a inflar para luego ir desinflándolo sin quitar la mirada del relojito que le informa que la presión arterial de la señora se encuentra en excelentes parámetros.

Entonces va hacia un escaparatico de puertas de cristales saca unas pastillas blancas, se las entrega y le dice:
—Mang’antania Qullaay Winiñara Manthi­ma Chacata. (Tó­mese esta medicina y venga mañana).

AQUÍ DEBE ESTAR EL CRISTO

La catedral Virgen de Candelaria, Diócesis de El Alto, erguida a la vera de la calle Calacoto, luce más resplandeciente y ecuménica desde que el Reverendo Padre Santiago Torrez abrió una de sus puertas colaterales a la misión humanitaria de crear un consultorio médico.

Foto: José Antonio Fulgueiras

La doctora Janet Raquelí Poma lleva una sonrisa perenne pintada en el semblante, lue­go de que le brindaran este local para que atendiera a sus pacientes: “Me siento muy feliz aquí. Hace dos años que estamos acogidos en este lugar. No pagamos ni el alquiler ni la luz. Un beneficio para la población sufragado por la iglesia. Hay personas que no son creyentes, pero también vienen. No se les impone ser religiosos”.

Afuera tres mujeres, ataviadas con el traje tradicional, aguardan por el llamado de Janet hacia su consulta. La primera en la espera penetra al recinto y la doctora le ordena acostarse en la camilla. Luego le examina el abdomen recorriendo con sus manos diestras el sitio que la paciente señaló como adolorido.

Janet la observa con cierta ternura en sus ojos pequeños y escudriñadores. —Hay que hacerle una radiografía, le dice a la señora gruesa custodiada por una hija veinteañera y un nieto de apenas un año.

El trío abandona el recinto con un talonario de indicaciones en las manos. Janet vuelve a sonreír y me dice: “Quiero volver de visita a Cuba antes de que sea una anciana canosa. Allá he conocido muchas personas que vale la pena volverlas a ver. En Cuba no te dan lo que sobra sino comparten lo que tienen. Yo tuve la experiencia de ser ayudante de cirugía del tercer año y el hospital Lenin de Holguín era co­mo mi hogar. Entraba y salía como en mi propia casa”.

A ella lo que más le satisface de su función como médica en el proyecto Mi Salud es que “puedo dar  consultas gratis, al contrario de los médicos particulares que si no les enseñas el dinero no te atienden y te dejan morir sin contemplación”.

Entonces yo le prometo que le voy a mandar estos versos de Martí escritos en el siglo XIX pero que tiene una vigencia actual: Vino el médico amarillo / A darme su me­dici­na, / Con una mano cetrina /  Y la otra ma­no al bolsillo: / ¡Yo tengo allá en un rincón / Un médico que no man­­ca / Con una mano muy blanca /  Y otra mano al corazón!

LA CORAJUDA DE CORAPATA

La doctora Virginia Guaiba Ramos es una mujer altamente corajuda. Es más bien pequeña de estatura, pero muy grande de principios y valentía. Ella estuvo cinco años en Cuba y trajo, entre otras cosas, el ideario martiano de echar su suerte con los pobres de la tierra.

Foto: José Antonio Fulgueiras

Su centro médico de salud está enclavado en Corapata, dentro del municipio de Pu­ca­rani, primera sección de la provincia de Los Andes del departamento de La Paz. Vir­ginia lleva solamente dos años aquí pero ya tiene anécdotas de sobra que contar:

“Aún no teníamos la ambulancia y tuvimos que sacar una parturienta en un auto particular hacia el hospital Los Andes. Era un parto prematuro y en el camino se le presentaron los dolores muy fuertes. Hicimos parar la movida. Por suerte llevábamos el maletín con los equi­pos médicos. La madre co­men­zó a pujar en el asiento de atrás y luego comenzó a parir. Fue un poco incómodo pero logramos que diera a luz sin problemas. Le hi­cimos los primeros cuidados, sa­camos la placenta, me­dia vuelta y para atrás. El niño se llama Arnen Bilar y está vivo y feliz ”.

El municipio de Pucarani cuenta con alrededor de 27 000 ha­bitantes con un mapa de pobreza cercana al 98 % de la población. Es una cifra  alarmante sobre todo para lograr buenos parámetros en la salud en cuanto a la reducción de la mortalidad materna e infantil, ya que los niveles de insalubridad en los hogares son muy altos, a lo que se les suma la mala alimentación y el frío feroz que muchas veces anda por debajo de cero grado.

Me dice la doctora Virginia que en esta zo­na pampera, muy cerca de la cordillera, cuando el frío arrecia pululan las respiratorias como la bronquitis aguda, y entonces es cuando hay que dedicarse por completo a los pacientes que visitan la instalación o visitarlos y curarlos en sus propios hogares.

El esposo de Virginia, Alan Luis Quispe, es también médico, se co­no­cieron mientras estudiaban en Cuba y se casaron al llegar a Bolivia.

“Al principio estuve en el TIPNIS, en el de­par­tamento Beni, una zona de extrema po­bre­za, cuando co­men­zó a llover allí inin­terrum­pi­damente por más de un mes y provocó una de las inundaciones más grande de la historia de Bolivia. Yo fui a acompañar a mi esposo y nos asignaron en San Pablo del Isiboro.

“Una noche yo estaba en el dormitorio y me despertó el agua cuando ya estaba cu­brien­do toda la cama. Pese a estar la casa en uno de los sitios más elevados, la habitación se inun­dó por completo y se nos mojó toda la ropa y perdimos todos los alimentos. Era muy triste. La mayoría de las personas perdieron sus pertenencias, no había comida.

“En medio de aquella odisea a un muchacho se le escapó un disparo de su escopeta y la bala se le introdujo en una pierna. No podíamos evacuarlo pues los ríos estaban crecidos, entonces no tuvimos más re­medio que ha­cerle la operación y extraerle la bala. A la se­mana ya es­taba caminando. No recuerdo có­mo se llamaba, pues el médico se acuerda más de la imagen del paciente que de su nombre”.

A la doctora Virginia la persiguen los partos difíciles:

“Era el Día de las Madres, más o menos a las diez de la noche. Julia estaba bailando cuando se le presentó el parto. Mi esposo y yo co­menzamos a partearla, pero nos dimos cuenta que el bebé tenía posición trasversa y nada más logramos que sacara una manito.

“Entonces decidimos trasladarla al hospital del municipio, y nos montamos en un botecito hecho de tronco de árbol. Era una noche muy oscura con un frío atroz bajo un enjambre de mosquitos. Salimos muy asustados, pues teníamos miedo de no llegar a tiempo y que el bebé falleciera. El río Isiboro estaba plagado de cocodrilos que saltaban huidizos delante de la canoa.

“Casi al amanecer llegamos al hospital. Junto a un médico especialista en Ginecología pudimos hacerle la cesárea y así logramos salvar a la madre y al niño. Luego del parto el ginecólogo nos dijo: “Quizá, si hu­biesen llegado dos minutos más tarde habrían fallecido los dos”.

Y Virginia me hace esta conclusión: “Yo no soy tan valiente, a lo mejor lo que soy es muy tonta, pues no sé ni nadar. O a lo mejor lo que somos muy médicos. Nos importaba más la salud del niño y de la madre que ahogarnos en el río Isiboro”.

“Cuando yo salí para el TIPNIS mi papá se puso a llorar. Para llegar a San Pablo de Isiboro estuve dos días navegando en un botecito. La familia de mi esposo se preguntaba que cómo yo pudiendo trabajar en un lugar fácil me fui para allá. Pero yo estaba muy feliz, pues en Cuba aprendimos que no importa en el lugar que estés, pues lo significativo es ayudar a las personas.

“Esas cosas uno las lleva adentro. Cuba nos ha enseñado eso. Yo aprendí, y no olvidaré nun­ca, que el Che era médico, estaba enfermo, y se metió también en la selva”.

Fuente: Granma


 

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